No era la primera vez que desembarcaba en Cabo de Hornos. Es más; ya he perdido la cuenta de todas las veces que he visitado esos maravillosos parajes. Y además he tenido la suerte, más de una vez en los últimos diez años, de celebrar mi cumpleaños en este mítico lugar. Y a pesar de eso, y aunque suene cliché, cada nueva vez es única y diferente.Justamente, en aquella ruta la semana pasada, el desembarco en la Isla Hornos estaba programado para las 18.00 hrs, y eso hacía que el paisaje ya fuese distinto…la temperatura, los colores del cielo, el agua, las nubes. En fin…el atardecer al fin del mundo.
Recuerdo que desde niña mi padre me repetía la importancia de no perder la capacidad de asombro en las cosas simples y pequeñas de la vida. Algo bastante complicado en la rutina diaria de nuestros tiempos. Y a lo largo de mi vida, he tratado de mantener ese aprendizaje. (Insisto, no es fácil)
Uno de los últimos lugares que pude visitar con mi padre fue precisamente el Cabo de Hornos hace un par de años, y a él le encantaba esa sensación de estar literalmente al fin del continente americano, donde los albatros sobrevuelan aquel último y mítico promontorio rocoso.
Hace una semana fue mi cumpleaños. Y una vez más, estaba trabajando sobre la isla Hornos con los pasajeros del VIA AUSTRALIS. Cuando el desembarco llegaba a su fin y todos los huéspedes volvían felices al crucero, me quedé un momento a solas en la parte alta de la Isla. Me detuve, me volví y miré un par de minutos al monumento del Albatros y hacia el mismo Cabo de Hornos. Y ahí, admirando la inmensidad del mar, con un increíble atardecer de líneas rojizas en el cielo y sintiéndome pequeña en el infinito sur, recordé a mi padre. En ese mágico momento, supe que ese era su regalo de cumpleaños para mí.